Un caballero a la deriva by Herbert Clyde Lewis

Un caballero a la deriva by Herbert Clyde Lewis

autor:Herbert Clyde Lewis [Lewis, Herbert Clyde]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1937-01-01T00:00:00+00:00


SIETE

El sol se elevó, permaneció un tiempo en lo más alto del cielo brillando diabólicamente sobre su desolado mundo y, después, como si hubiera decidido mirarlo desde más cerca, inició un tranquilo descenso. El hombre flotaba en trance en mitad del océano, perdido en la contemplación de su destino.

Sobre las tres —a juzgar por la posición del sol— Standish se miró las manos mojadas. Habían perdido todo el color y estaban mortalmente blancas, el color incoloro de la muerte inminente. La sed era ya espantosa, y en su mente se había quedado grabado aquel horrible momento en que había visto el Arabella desvanecerse hipnóticamente en el horizonte. Desde entonces la vida no había sido igual, y el tiempo se había fundido con la monotonía de su existencia. El color del mar era triste, y la tristeza se filtraba en su alma. De todas las formas de morir, pensó, ahogarse era la peor, y se preguntó por qué el destino le habría deparado aquello. Todo aquel funesto asunto desbarató sus ideas preconcebidas sobre la justicia. Siempre había creído en la ley del castigo y la compensación merecidos: por cada buena acción que hagas recibirás otra buena acción, y lo mismo por cada mala acción. Y Standish nunca le había hecho ningún gran daño a nadie. Es cierto, había perdido dinero de varias personas cuando cayó la bolsa, pero no había sido culpa suya realmente. Él había sido, en general, honesto, amable y justo, así que ¿por qué los hados estaban siendo deshonestos, crueles y tan condenadamente injustos con él? ¿Por qué no con Pym? ¿Por qué no señalar con el espeluznante dedo a Pym o incluso a Bingley? Fue consciente en el acto de lo horrible de la muerte por ahogamiento en un sereno mar azul: tener todo el tiempo para pensar en tu destino y maldecirlo, para sentirte del todo impotente, minúsculo y aterrado, para ver cómo te sorbían hasta el último aliento.

El único alimento que podía ayudar a subsistir a quien se está ahogando era la esperanza de que lo rescataran; de lo contrario perdería toda cordura. Pese a todo, aunque suponía que no había mucha esperanza, él aún conservaba la cordura. De algún modo, eso lo desconcertaba: lo normal sería que ya estuviera volviéndose loco, agotando sus últimas fuerzas en un violento estallido de desgarradora histeria. Pero no estaba loco en absoluto: era una persona totalmente cuerda y sumamente infeliz. Llegó a la conclusión de que, dado que era un hombre tan educado y formal, no podía volverse loco. No era propio de él perder el control; sin gran dificultad, comprendió, estaba tomando nota de su dolor, de la misma manera en que solía observar cómo la bolsa subía y bajaba en el teletipo del despacho.

El sol ya calentaba muchísimo, y solo con mirarlo, tan enorme y abrasador, y después posar los ojos enrojecidos en el mar, tan vasto y solitario, con aquellas despiadadas extensiones de agua, todo en un círculo gigante más preciso que cualquier cosa que el hombre pudiera trazar jamás, Standish se sintió débil y con náuseas.



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